El juez subió al estrado revestido de su autoridad. Se quitó las gafas de sol que no le permitían ver en la sala de hacer justicia. Amablemente, sonrió al abogado del Ayuntamiento. No miraría a nadie mas. Al terminar, volvió a ponerse las gafas ahumadas, salió a la calle y ahora miró al mundo de manera imparcial: todo le daba igual.